9 de noviembre de 2020
Retratos de la ciudad que amamos
Ana Petrini, simplemente, pinta Rosario. Lejos de toda aspiración de trascendencia, expone lo que ve con sencillez y deja un cálido testimonio del paisaje. Su peculiar historia como artista, que de manera atípica comenzó cuando tenía 49 años.
Hace tiempo que la pintura parece haber olvidado su tradicional rol de retratar, tanto el paisaje como los hombres. Desplazada en esa función por la fotografía –mucho más ahora, con el auge de los medios digitales–, se suele refugiar (aunque hay valiosas excepciones) en otras búsquedas, acaso más prestigiosas.
Lejos de ese rumbo, Ana Petrini se para frente a los paisajes de su querida Rosario y pinta. No aspira a la fama ni a la trascendencia, su objetivo es disfrutar. En sus obras, de hechura sencilla, retrata a la ciudad, y a partir de tan modesto objetivo despierta empatía.
En diálogo con este suplemento por intermedio del correo electrónico –tal como lo exige la época– contó su historia como artista, que dio comienzo a una edad inusual. Y también dio detalles de su vida, parecida a la de tantos argentinos que padecen las crisis recurrentes de este país pendular.
–Ana, cuénteme algo de su formación como pintora. ¿Cuándo tomó por primera vez un pincel, con quiénes se formó?
–Con mi esposo teníamos la estación de servicio de Italia y Rioja, y en una de esas tantas crisis de nuestro país perdimos todo lo que con tanto esfuerzo habíamos logrado después de veinticinco años de casados. Quebramos y perdimos hasta la casa donde vivíamos con nuestros cuatro hijos, y nos fuimos a vivir a lo de mis padres. Los tres hijos mayores dejaron de estudiar (ya estaban en la universidad). Tuvimos que vender nuestros muebles y ropa, fue muy difícil. Lo que sí mantuvimos fue la unión de la familia. Buscamos trabajo y a pelearla de cero, yo haciendo verificaciones de tarjetas de créditos para una empresa que llegaba a Rosario.
Fue entonces que una amiga me recomendó un taller de pintura para distraerme, aunque no podía pagar la cuota y menos aún comprar los materiales. Pero quiso el destino que mi hijo menor ganara un concurso de dibujo y el premio era una valija de pintura con óleos, pinceles, libros especializados y todo lo que necesitaba para empezar. Así que me anote en el taller La Buhardilla, de Nelly Cortizo, y a mis 49 años tomé por primera vez un pincel. De la mano de ella fui muy feliz en el taller. Desde el día que la conocí me brindó todo su apoyo y conocimientos, y hoy me sigue acompañando.
–¿Y cómo siguió ese camino?
–Después de unos años me invitaron a participar en algunas muestras, pero había que enmarcar las obras y yo no podía pagar los marcos, así que empecé a hacerlos a mano. En una de esas muestras conocí a Nicolás Mirabella, que tiene una marquería, y le gustaron mis obras. Así que llevaba mis trabajos y él me los enmarcaba, si se vendía la obra yo le pagaba de a poco. Por suerte mis cuadros se empezaron a vender muy bien y hasta el día de hoy Nicolás comercializa mis obras. El suyo fue un gesto que nunca voy a olvidar.
Después de unos años empecé a enseñar con una compañera que me propuso poner un taller, pero yo no podía económicamente. Ella tenía una casa desocupada que fue arreglada con ese objetivo. Así nació Tunkeyen, gracias a Mary Mosciaro y su esposo Rubén. Ya llevamos más de quince años juntas y llegamos a tener más de cincuenta alumnos. Somos muy felices dando clases.
–¿Cómo es un día suyo, en épocas normales?
–Voy todos los días al taller de ocho de la mañana a seis de la tarde. Dos días damos clase y el resto de la semana pintamos juntas. Al principio vendía una obra y pagaba la cuota de la obra social, o la factura de la luz. Un día con Mary empezamos a dar clases en la Galería Arte Rosario, en el Palacio Fuentes, donde exponíamos nuestras obras y se vendían bien. Lamentablemente ya cerró, fueron años lindos que compartimos juntas.
–¿Y su familia?
–Mi marido y mis hijos me apoyaron muchísimo, y me acompañaron en todos mis proyectos. Hoy se agrandó la familia y ahora también están mis nueras y por llegar el séptimo nieto, toda una bendición.
–¿De dónde surge esa pasión por la ciudad que se refleja en sus obras? ¿Camina Rosario habitualmente?
–Soy rosarina por adopción, nací en San Nicolás y a los catorce años vine a Rosario. Me gusta mucho caminar por la ciudad con mi cámara o teléfono, fotografiar y después plasmar lo que vi en la tela, también voy mucho al lugar que estoy pintando y tomo nota de detalles que la foto no me brinda. Tuve ayuda de amigos fotógrafos, a los que les pedía alguna toma en especial; eso era hasta el 20 de marzo, ya que la cuarentena cambió todo, ahora busco imágenes de fotógrafos rosarinos por internet y pido autorización para pintar sus fotos.
–¿Quiénes son sus artistas rosarinos predilectos?
–Aparte de Nelly Cortizo, admiro al maestro Ambrosio Gatti, también nicoleño: a sus noventa años tuve la suerte de compartir una muestra con él en San Nicolás. Hay muchísimos pintores en Rosario que admiro, no los podría nombrar a todos, pero siento un cariño especial por dos artistas jóvenes con quienes compartimos talleres, muestras y momentos muy lindos: Gabriel Villar, un genio pintando animales, y Gabriel Schiavina, el maestro del río Paraná. Los dos son un orgullo rosarino.
Fuente: La Capital